lunes, 15 de septiembre de 2008

Marc Jacobs

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Puede ser todo lo excéntrico e irreverente que le de la gana. No pasa nada. Se puede ir de vacaciones con Kate Moss a Ibiza, casarse en secreto con su novio o llevar tatuados en sus brazos a Bob Esponja o a un M&M (rojo). Puede reirse de la industria que le da de comer y salir impune del paso. Empezar sus desfiles una hora tarde o aparecer en la pasarela antes que sus modelos en un gesto de burla e inconformismo rebelde.


Sacar de sus casillas a Suzy Menkes o conseguir que Naomi Campbell y Linda Evangelista desfilen gratis para él. El niño malo de la moda desde que Tom Ford desapareciera del mapa (se prodiga algo menos aunque cuando lo hace, se supera), se lo puede permitir. Marc Jacobs es amado y odiado a partes iguales; alabado, criticado, ensalzado o tocado, pero nunca hundido.

Descarado, insolente, consentido y desbocado: ese es el hombre que se ha metido en el bolsillo a público y crítica aunque muchos sean los que piensen que está muy pero que muy sobrevalorado.

Marc Jacobs, newyorquino de nacimiento y de corazón, de familia judía acomodada pero de espíritu libre y bohemio, o eso dicen todos aquellos que renuncian a un estatus al que le resulta demasiado fácil pertenecer pero al que siempre vuelven por su propio pie, empezó en esto de la moda en la época del fluor y las mallas, allá por los ochenta, cuando se graduaba en la prestigiosa escuela de diseño Parsons. ¿Su proyecto de final de carrera? Una colección de chándales talla XXL con acids de color rosa a modo de estampado. Tal cual. Eso le valió tres importantes premios que le dieron alas y le hicieron despegar en un emergente y descocado Nueva York.

El escándalo y la polémica siempre le han acompañado, de hecho gracias a ellos es quién es. A finales de los ochenta se hacía cargo de la colección femenina de la casa Perry Ellis, al poco de la muerte de su diseñador, aunque por aquel entonces ya tenía su propia firma, que podría mantener gracias al mismo Perry, que era su principal fuente de financiación, pero el punto de inflexión llegó en el 92, en pleno apogeo del grunge, cuando Jacobs ideó una colección que le valió su salida de la casa Ellis por la “puerta chica”.

Ahí nació el mito, la misma línea que le valió un despido muy sonado, lo encumbró como mejor diseñador del año. Paradojas de la industria. El sino de mi amigo Marc, eterna promesa del diseño, eterno protegido de Vogue.

A partir de ahí primero paz y después gloria, en el 94 presentaba su primera colección en solitario en la Semana de la Moda de Nueva York y lograba captar la atención de todos los medios, la madre del cordero, los que te hacen o no. Y en 1997 era fichado por Louis Vuitton.

En tan sólo diez años ha hecho de una primera firma del lujo, conservadora y clásica, cuya carta de presentación eran los bolsos y maletas monogram, la abanderada de un prêt-à-porter en el que tienen cabida el exceso de fantasía y la sobredosis de surrealismo. Y fijaros si estarán contentos com Jacobs en la maison, que el grupo LVMH le financia su propia línea y todos sus caprichos publicitarios (perfumes, etc…).

No cabe duda de que Jacobs tiene talento y sabe lo que hace, sus capacidades no se han puesto nunca en entredicho, la pregunta es si con la misma dosis de genialidad pero mucho menos polvareda circense, es decir, círculo de amigos y parafernalia de polémicas, desintoxicaciones, dietas de adelgazamiento, cambios de imagen y opciones sexuales aparte, Marc Jacobs, estaría donde está.


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